Por: José Daniel Arias Torres. Licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Iberoamericana de Puebla y escritor.
La guerra tradicionalmente definida es el conflicto bélico entre dos o más Estados, Carl Von Clausewitz define a esta de la siguiente manera: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Por otro lado, Michel Foucault invierte esta lógica y dice “La política es la continuación de la guerra por otros medios”.
El concepto de guerra se ha degenerado a lo largo de la historia dada la propia evolución y desarrollo técnico humano, que termina por repercutir en su forma de existir y de relacionarse con sus congéneres, es por ello que hoy en día hablar de guerra en general, supone una abundancia de temas y categorías antes no estipuladas. Guerras comerciales, digitales, guerras contra el terrorismo, contra el narcotráfico, etcétera. Las guerras ya no limitan al Estado como el único actor involucrado, pudiendo darse entre un sinnúmero de nuevos actores que fueron paridos junto con el final de la guerra fría, a discreción del estudioso o de la teoría utilizada se ampliará o limitará el entendimiento de la guerra. Sin embargo, la guerra siempre ha sido una categoría que parece acompañar al ser humano desde su génesis en tanto homo sapiens, pues es en el conflicto que lo demás puede surgir. Existen conceptos diferenciados y secuenciados que solo pueden ser posibles después de la aparición de otro, de esta forma, a la paz se le suele definir como la ausencia de guerra, es decir, la paz solo es posible en un mundo donde la guerra existe y se experimentó. El conflicto entre seres humanos es algo natural, mientras que, el trazo de territorialidades, la firma de acuerdos y tratados, las negociaciones y diálogos, la creación de Estados-nación, de gobernanza internacional a través de instituciones en las que el dialogo y las mesas redondas sustituyen el instinto primigenio de la fuerza –cuestiones de las que el mundo salvaje carece- son algo culturalmente construido, una cultura que tiene su genealogía en una necesidad natural, pero que degeneró en lenguaje y procesos históricos para satisfacerla, es decir, que degeneró en la construcción de la paz.
Sin embargo, este escrito no tiene la pretensión de ser un estudio de la guerra y de la paz, sino de sus efectos y de cómo uno es la continuación del otro, es decir, una dialéctica que tienen su síntesis en la formación de nuestras estructuras e instituciones que moldearán los nuevos antagonismos.
Fue mientras leía la novela autobiográfica “Confesiones de una máscara” de Yukio Mishima, que éste pensamiento que ahora trato de traspasar a las palabras surgió y es que existe un fragmento de esta novela en la que el personaje narra sus vivencias y experiencias de la guerra desde una visión humana, es decir, lejana a las reconstrucciones históricas impersonales, y posiciona al ser humano y no a la guerra como el protagonista, víctima y sufridor de la violencia y de la maquinaria bélica.
[…] Yo era uno de ello, con la identificación de empleado temporal 953, Identidad N.°4409.
Esa gran fábrica funcionaba sobre una misteriosa base de costos de producción. Haciendo caso omiso de la norma económica según la cual la inversión de capital debe producir un beneficio, estaba consagrada a una monstruosa nada. En consecuencia, no debe sorprendernos de que todas las mañanas los trabajadores tuvieran que recitar un juramento místico. En ella, todas las técnicas de la ciencia y de la dirección de empresas, aunadas al pensamiento de excelsos cerebros exactos y racionales, estaban consagradas a una sola finalidad: la Muerte. (Mishima, 1986, p. 119-119)
Y continúa más adelante:
[…] Allí vimos directamente, por vez primera, las pruebas de los daños causados por el ataque aéreo de la noche anterior. Las víctimas del bombardeo llenaban los andenes. Estaban envueltas en mantas, de manera que solo se les veían los ojos, mejor dicho, solo se les veían los globos oculares, por cuanto se trataba de ojos que nada veía, nada pensaban. Había una madre que parecía mecer a su hijo eternamente, sin jamás variar ni en la anchura de un pelo el arco que trazaba al balancear su cuerpo hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Una niña dormitaba, apoyada en un cesto de viaje, luciendo aún en el cabello flores artificiales chamuscadas. (Mishima, 1986, p. 141-142)
Al leer libros de historia se tiene la tendencia a olvidar que quienes sufrieron la guerra fueron personas y no cifras, es por ello que la literatura tiene un papel fundacional en la humanidad del ser humano y es que esta no recuenta o reconstruye, sino que relata eso que los tratados de paz o los libros de historia omiten, que es el sentir humano en un contexto decretado por los poderosos. Se omite que las bombas arrojadas caen sobre las cabezas humanas detonan sobre historias de amantes, romances de viejos, experiencias maternales y paternales, en amigos y familiares de alguna persona que ama, que llora, que odia, que sufre. Ver los procesos bélicos y posteriormente de pacificación bajo una perspectiva utilitaria y de mercado en el que los movimientos militares y tratados de paz se perciben como pérdidas y ganancias, es hacer del ser humano una cosa, un instrumento militar del que se puede fácilmente prescindir. La literatura y el arte en general, son capaces de devolverle la humanidad a la historia, de devolverle rostro y nombre a las cifras que se contabilizan y de hacer que quien experimenta ese arte, sufra el metafísico dolor y desolación de ese personaje que representa a toda una sociedad, es decir, que empatice con el dolor y perciba que “el enemigo” es un ser humano al que le gustan las mismas cosas que a mi cultura, que tiene amigos y familia, que sufre por amores y que tiene sueños muy parecidos a los propios, las emociones son un lenguaje universal y la literatura, por su naturaleza, percibe a los fenómenos de manera diferente, al contrario de la historia, no es un sujeto impersonal el sufridor de las guerras y conflictos, sino un personaje que apela al yo, ese cambio de voz es capaz de reducir esa barrera que existe entre sujeto que estudia y el fenómeno u objeto de estudio, una barrera que, normalmente, deshumaniza.
Imaginar los cielos rojos de Tokio al ser bombardeado, a las personas que perdieron su vida en esos asaltos nocturnos a la dignidad humana, todo eso justificado por la guerra, no se puede evitar pensar –Aunque la respuesta la da la historia misma- ¿Cómo es que la sociedad japonesa superó el trauma dela guerra? –Se debe hacer una acotación al mencionar que me refiero a la sociedad japonesa por el caso de la novela, sin embargo, lo mismo se podría extrapolar a Gran Bretaña, Alemania, Francia, la Unión Soviética, Polonia, etcétera, países que de igual forma fueron víctimas de la gran guerra, y más recientemente a Palestina, Siria, Irak, Yemen, entre un sinnúmero de invisibilizados más.
La cuestión no es preguntar cómo una sociedad superó el trauma de la guerra y cómo le hace frente a las secuelas que esta trae, más bien la pregunta debería ser si tan siquiera el trauma ya quedó superado, nuevamente, versaré específicamente en el caso japonés.
Es necesario trazar una línea divisoria entre los regímenes del mundo, constituidos y estructurados a través de instituciones políticas y económicas, es decir, el aparato de Estado, mercado y las partes que lo conforman, y a la sociedad en general, que si bien, existe una intrínseca relación entre quienes gobiernan y quienes son gobernados, la realidad es que en los sistemas políticos, la gran mayoría de ellos, está formado para ejercer un poder constante sobre los ciudadanos, que si bien, tienen de su lado el poder de la resistencia, ya sea activa, pasiva o institucional, la realidad es que las sociedades modernas y posmodernas, continúan sujetas a un poder que emana desde la alta política sin mucha mediación ni negociación, es decir, el concepto de “ciudadano” con derechos, obligaciones y capacidad política, no es más que una adaptación embellecida del concepto de vasallo con derechos que no ponen en jaque el sistema, si bien es cierto que legal y teóricamente este ciudadano tiene la misma oportunidad para acceder a las esferas políticas, en la realidad observamos cómo estas continúan cooptadas por las mismas élites políticas y económicas que le dieron origen al mundo moderno y actualmente posmoderno. Claro está, Foucault diría que el poder no se tiene, sino que se ejerce y que en cualquier relación está involucrado el ejercicio de poder por partida doble, sin embargo, la realidad es que hay instituciones y representantes de estas instituciones que ejercen más poder que otros.
Esta diferenciación entre gobierno y sociedad es fundamental, porque es el gobierno quien tiene la última palabra cuando se declara la guerra o se firma la paz, el pueblo solo tiene la ilusión de ser partícipe en este juego de poderes e intereses, nadie se puede jactar de ser libre cuando es bombardeado cada día con propaganda y medios de comunicación que tratan de posicionar a la guerra como interés público, en general la especie humana es susceptible a los discursos y sin información y teorías sólidas, hacen de la especie, una que se encuentra a merced de quienes cuentan con el monopolio de la verdad.
Cuando se habla de guerras, debemos de mirar a quienes las declaran y no a quienes las luchan como los verdaderos responsables del sufrimiento humano, un sufrimiento que es la factura de los intereses. Japón no fue la excepción, el sufrimiento de las sociedades se miró desde todos los ejes, y el trauma y secuelas que dejó son inmedibles, Japón fue el laboratorio de experimentación de la fuerza destructiva y efectos de la bomba atómica, el poder del átomo experimentado por japoneses en su propia tierra, una bomba que no fue sino la manifestación material de la destrucción que el país vivió espiritual y simbólicamente.
Las instituciones son fundadas por seres humanos, sin embargo, esto no omite que se deshumanicen al ser tratadas como corporativos burocratizados que funcionan más que como un ente político, como una maquinaria programada para garantizar el orden a pesar de las necesidades de la población en general. Las instituciones tras una prolongada guerra tienden a desgastarse, la economía a sufrir las consecuencias y cuando la guerra finalmente encalla en tierra firme, es decir, cuando la guerra y sus efectos finalmente llegan al país en forma de bombarderos, las instituciones públicas comienzan a colapsar por la propia destrucción material, las cosas al ser producto del trabajo humano tienden a ser desdoblamientos del ser, aunque esta cosa, digamos, un edificio público, carezca de una calidez hogareña o de alguna cuestión artística, en este edificio continúa habiendo algo de los humanos que lo construyeron y que posteriormente lo habitaron, es decir, se crea un lazo identitario e histórico, hacemos de las cosas un recipiente de símbolos y significaciones ya sea por el tiempo que tenemos junto a ellas, por quienes nos las dieron, por los sentimientos que detonan, por cómo las conseguimos, etcétera, cosas que durante un bombardeo tienden a borrarse al ser consumidas por las llamas y ser sepultadas por los escombros.
Que alguien experimente de un día a otro ver a la región en donde creció, hizo amigos, sufrió y amó, destruida en cuestión de horas, es un impacto traumático. Afrontar que la vida es perecedera, más de lo que se suponía antes y que un segundo basta para borrar todo significado del mundo, es como potenciar el sentimiento de sinsentido y de nada a un nivel social, es abrir los ojos y despertar en un cementerio salvaje en algún país desconocido con una familia y amigos quizá ya muertos.
Nuevamente, la destrucción de cosas es el efecto material, las cosas se pueden volver a hacer, sin embargo, lo que interesa es la esfera existencial, una que de pronto yace tan destruida y carente de significación como la ciudad bombardeada y hecha cenizas, esas cuestiones difícilmente se pueden reconstruir y el lastre traumático se llevará de generación en generación, sí, es un trauma social, pues es la ciudad de todos la que fue destruida, pero a su vez, es un trauma subjetivo, pues la significación que cada uno le da a la ciudad, a las cosas y a los seres destruidos, es personalísimo, he ahí la dificultad de reconstruir el tejido social, pero también la psique individual, es diferente reconstruir una ciudad, que reconstruir millones de psiques que pos sí mismas son mundos.
Caso Japón
La sociedad japonesa, para quien recién se inicia en el estudio de este país, es una sociedad que tiende a las jerarquías sociales, al respeto de las autoridades en todos los niveles de laorganización social y al honor personal, familiar y político, algunos rituales y costumbres tales como agachar la cabeza ante las figuras de autoridad, cuando se les saluda, es prueba de ello, de igual forma, el honor se representa en la forma en que los japoneses agachan la cabeza o el cuerpo en su totalidad ante la persona que ofendieron, la forma en que agachan la cabeza o el cuerpo depende de la ofensa causada y del arrepentimiento sentid:
Kaifu explica que inclinar el cuerpo y bajar la cabeza son gestos que expresan respeto hacia los demás: “Cuando te inclinas, te inclinas con la cabeza hacia abajo. La intención, naturalmente, no es agredir ni atacar”, comenta.
Y el grado al que te inclinas expresa un determinado mensaje. White explica que, para saludar, el torso debe estar doblado 15 grados respecto de las caderas. “Para honrar a un superior o saludar a un cliente, debe estar a 30 grados. Para mostrar tu dolor, respeto o disculpas más profundas, a 45 grados”. (Fitzgerald, 2020)
El honor no es solo una cuestión ritual cotidiana, también es una cuestión con gran poder simbólico. Los japoneses son una sociedad caracterizada a nivel internacional por sus altos índices de suicidio y aunque el suicidio japonés contemporáneo se debe, en su mayoría, a factores que tienen que ver con la soledad y el exceso de trabajo, lo cierto es que Japón tiene una profunda tradición histórica referente al suicidio por honor, se podría decir que existe una cultura del suicidio, ejemplo de esto es la popular práctica del seppuku o harakiri entre los samurái deshonrados, derrotados o por haber fallado en su misión, de la misma forma los kamikaze que se popularizaron durante la segunda guerra mundial como aviadores suicidas y finalmente el bosque de los suicidios japonés en los que la gente busca encontrar su descanso.
“El camino del samurái es la muerte”. Con ello no se refería tan sólo a la muerte del guerrero en combate, sino también a su deber de suicidarse antes que aceptar la rendición. Desde los períodos más antiguos de la historia japonesa se pusieron en práctica diversos métodos de suicidio de honor, como el de arrojarse a las aguas con la armadura puesta o tirarse del caballo con la espada en la boca.
Pero el más conocido y emblemático fue el de rajarse el vientre con un puñal: el llamado harakiri o, según el término más formal, seppuku. (Galindo, 2017)
El trauma de la guerra es una cuestión que persigue de por vida a una generación, pero que de igual manera, se transfiere de generación en generación, uno creería que el trauma se diluye, lo cierto es que si el proceso histórico queda marcado por las heridas materiales, simbólicas y existenciales de la guerra, esta marca es desde donde el resto de su historia se desarrollará, las nuevas prácticas cotidianas, la nueva forma de hacer política, la nueva forma de integrarse en el mundo, estarán definidas por el trauma y es que hasta el proceso de sanación y la sanación misma, están definidos por el trauma. Japón fue insertado en el mundo como un país vencido, no importando qué tanto hoy en día se haya desarrollado y levantado como un país que figura en todos los índices internacionales como uno de los más avanzados, este país en su historia tiene la marca de la humillación que conllevó su rendición tras el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki que causó la muerte de aproximadamente 80 mil personas en el caso de Hiroshima y de 70 mil en el caso de Nagasaki (Redacción, 2020), cuyo efecto, hasta hoy en día, se sigue viviendo como recordatorio de ese pasado que para el japonés le resulta incómodo, pues es una parte de su historia que tienen la tendencia a borrar
Sus voces argumentan que Japón debe poner fin a su shazai gaiko (“diplomacia de disculpa”) en Asia e impedir que algunos estados, en particular China y Corea del Sur, puedan manipular a Japón en su propio beneficio político. Básicamente, pretenden olvidar o incluso eliminar las referencias a la masacre de Nankín, la Unidad 731 de armas químicas y biológicas, las esclavizadas “mujeres de consuelo” o los suicidios obligatorios de isleños durante la batalla de Okinawa. (Cardona, 2018)
La “deshonra japonesa” de la posguerra tiene su punto crítico cuando el emperador Hirohito, siendo considerado una figura más elevada que la humanidad en su generalidad, debió de firmar la rendición del imperio a las fuerzas extranjeras, algo inconcebible en la cosmovisión japonesa fundada en el valor del honor, posteriormente Japón fue ocupado por fuerzas estadounidenses y debió de ceder el trazo de su constitución política a los Estados Unidos, esto supuso al mismo tiempo que renunciaba a su capacidad de hacer la guerra, lo que igualmente podía traducirse en una carencia militar que dejaba al país desprotegido frente a vecinos que eran capaces de iniciar un conflicto bélico con la isla, cuestión que finalmente suponía que el país se hiciera militarmente dependiente de Estados Unidos. El artículo 9 de la constitución política de Japón dice expresamente:
“Aspirando sinceramente a una paz internacional basada en la justicia y el orden, el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales. Con el objeto de llevar a cabo el deseo expresado en el párrafo precedente, no se mantendrán en lo sucesivo fuerzas de tierra, mar o aire como tampoco otro potencial bélico. El derecho de beligerancia del estado no será reconocido.”
Japón, durante siglos fue un país cerrado al mundo y si bien, al comienzo de la segunda guerra mundial su economía ya convivía en el mercado con las economías internacionales, lo cierto es que internamente, la sociedad japonesa y su cultura, continuaban sumamente arraigadas a sus tradiciones y no veían al extranjero de la forma normalizada en la que Europa o Estados Unidos veía a los forasteros, en otras palabras, la intromisión de Estados Unidos en todas las dimensiones de la vida japonesa, en conjunto con la rendición del país y el aceptar relaciones de igualdad con otros Estados, fue un proceso traumático de choque agudo.
Japón a partir de la rendición del país a los aliados y de su inserción en el marco institucional internacional, comenzó a dar un gran salto económico, al punto en que a este periodo económico iniciado en la década de los 50´s se le conoce como “El milagro japonés”, pues se pronosticaba una fuerte crisis económica y recesión para la isla, consecuencia de la guerra, sin embargo, una serie de particularidades saltan a la vista, pues en general, Japón es concebido y visto como un país modelo que logró sobreponerse a los embates de la guerra, (se tiene en esta temporalidad de la posguerra el desarrollo del modelo de producción toyotista y la aparición de grandes corporativos como Mitsubishi y el fortalecimiento de otros como Toyota) al menos eso se refleja en los índices de desarrollo internacionales, pero en definitiva, algo sucedió con su población.
La derrota en la Segunda Guerra Mundial devastó a la economía japonesa. Es por ello que su espectacular recuperación en las décadas posteriores ha merecido el calificativo de milagrosa. Este milagro se explica como resultado de la combinación de factores endógenos con un contexto internacional particularmente favorable.
[…]Apenas unos años después de su disolución formal por parte del gobierno de ocupación, volvieron a formarse grandes conglomerados empresariales. La era del milagro, igual que la era de convergencia económica previa a la Segunda Guerra Mundial, fue una era protagonizada por los conglomerados. Fueron los conglomerados quienes impulsaron el crecimiento y la innovación tecnológica en sectores estratégicos, incluyendo los sectores exportadores que tanta importancia tendrían para el desarrollo del país. (Collantes, 2013, p. 15-19)
El milagro japonés no habría sido posible sin la amplia intervención de Estados Unidos en el modelo económico de la isla, ya fuera de hecho o de derecho, Estados Unidos permitía ciertas facilidades para el desarrollo económico del país, enmarcado en el contexto de la guerra fría, era preferente tener a Japón como aliado y no como rival en el pacífico por lo que estimuló su crecimiento, este modelo estaba enmarcado en el sistema capitalista, una doctrina económica traída del exterior durante el periodo Meiji, pero puesta en práctica de manera más intensa en el periodo de la posguerra, un modelo que, de igual manera, es ajeno a la cultura tradicional japonesa.
Los conglomerados industriales, durante la reconstrucción de Japón tuvieron una enorme importancia en el levantamiento económico y material del país:
El propio gobierno estadounidense, cuando decidió que Japón en realidad debía volver a convertirse en la fábrica de Asia, 20 aceptó esto implícitamente: antes del fin del gobierno de ocupación en 1952, las estrategias empresariales japonesas ya estaban comenzando a reconstruir, sin grandes trabas por parte de la administración, los grandes conglomerados. La paulatina acumulación de excedentes empresariales durante la era del milagro no hizo sino consolidar la cultura de la propiedad interempresarial a través de fusiones y adquisiciones. A finales de la década de 1960, apenas tres conglomerados (Mitsui, Mitsubishi y Sumitomo) concentraban en torno al 15 por ciento del capital social desembolsado en Japón (frente a un 10 por ciento en 1937 y 1955). (Collantes, 2013, p.19-20)
Ahora bien, estos procesos políticos y económicos que cambiaron por completo la vida de los japoneses, tienen su reflejo directo en el qué hacer cultural. Enfocándome en la literatura, traeré a la mesa otro libro escrito después de la segunda guerra mundial y que hace una arqueología descarnada de una juventud japonesa perdida entre la ocupación estadounidense, las reformas políticas y económicas, el levantamiento del país y las secuelas psicológicas de las dos bombas atómicas. La destrucción material del país significó, en cierto sentido, la destrucción psíquica del país, las generaciones que posteriormente lo habitaron como adultos, quedaron marcadas por este trauma, uno que mostraba que si bien las ciudades se podían volver a erigir, la psique social y el vacío moral y existencial que dejó tras de sí la guerra, tomaría mucho más tiempo para sanar.
Azul casi transparente de Ryu Murakami es una obra escrita posterior a la segunda guerra mundial, en un momento histórico en el que la juventud se revelaba contra el padre y proclamaba su libertad y desconocimiento a los valores arcaicos, una obra dedicada a la rebeldía juvenil japonesa que en su camino se cruzaba con seres venidos de otro mundo como lo eran los estadounidenses y que adoptaban algunas de sus costumbres, es decir, el japonés se occidentalizó, pero al hacerlo, se deslindaba de su pasado derrotado, el cual a su vez, era una parte de su identidad, de esta forma, hablamos de una dinámica en la que el japonés pretendía refundarse a sí mismo a través de la enajenación de sí mismo.
-¿Estuviste de verdad en un centro de desintoxicación? – Le pregunté a Okinawa, mientras abría la papelina de aluminio donde guardaba la heroína.
-Sí, mi viejo me metió allí, un típico centro yanqui para drogadictos, porque el tío que me detuvo era policía militar ¿Sabes? Primero me internaron en aquel sitio y luego me volvieron a mandar aquí. Oye, Ryu. América es realmente avanzada, sabes, a mí de verdad me impresionó.
Reiko, que había estado mirando la funda del disco de los Doors, intervino:
-Oye, Ryu, ¿no te parece acojonante que te chuten morfina todos los días? A mí me gustaría que me metieran en algún centro yanqui. (Murakami, 2018, p. 13)
Lo anterior es un pasaje de la novela que, a través de elementos cotidianos, nos da un trazo de la forma de ser de un segmento de la juventud japonesa de aquellos años, inserta en un sistema que se comenzaba a globalizar, con la introducción en el Japón de la cultura occidental y con una generación que se enmarca en la rebeldía que caracterizó a los jóvenes de los sesentas.
Recité a gritos algunos versos de Jim Morrison que me vinieron a la memoria: Cuando acabe la música, cuando acabe la música, apaga todas las luces, mis hermanos viven en el fondo del mar, mi hermana fue asesinada, la sacaron a tierra como un pez. Destripada, mi hermana fue asesinada, cuando acabe la música, apaga todas las luces, apaga todas las luces. (Murakami, 2018, p.57)
La crisis existencial, el vacío y los excesos, bien pueden ser los adjetivos que definan a esta encrudecida novela, pero es que el trauma de la guerra, termina teniendo su reflejo en la psicología humana y en el comportamiento social del japonés que se encontraba en una profunda incertidumbre, donde su cultura y tradiciones se ven obligadas a convivir y mezclarse con cultura y costumbres extranjeras, en un país que sirvió de laboratorio de pruebas de la bomba atómica, en un país que fue obligado a rendirse y a insertarse en el sistema internacional a la fuerza. Debemos de recordar que Japón sufrió los dos únicos ataques producidos con una bomba atómica por parte de Estados Unidos, cuyos efectos destructivos continuaron por generaciones debido a la radicación:
70.000 personas murieron inmediatamente, entre ellos 3.600 de los escolares que demolían viviendas. Otras 70.000 fallecerían antes de que terminara el año, de sus heridas o por la radiación. Hasta agosto de 2019 se contabilizaban 319.816 víctimas fallecidas a lo largo de los años como consecuencia de esa bomba y de la que la Fuerza Aérea de EE UU arrojaría tres días después, el 9 de agosto de 1945, en Nagasaki. (Vidal, 2020)
La novela Azul casi transparente nos refleja a la generación de la posguerra, una generación que se dio a luz en un escenario de vencimiento, es decir, un escenario en donde Japón había pasado de ser imperio a ser solo un Estado más del sistema internacional, en donde la seguridad fronteriza del país pasaba a ser administrada por Estados Unidos producto del Tratado de Seguridad entre Estados Unidos y Japón firmado en 1951, es decir, la supervivencia de una nación, estaba en manos ajenas a la nación misma, sin embargo, la gestación de este tratado la tenemos desde años antes:
La catástrofe nuclear sobre Japón al final de la Segunda Guerra Mundial fue el preludio de la ocupación de su sagrado suelo. La aceptación de la derrota y la proclamación de la Constitución de 1947, fuertemente inspirada por el pacifismo, cimentó el rechazo japonés a la guerra. En las siguientes décadas, sus fuerzas armadas solo tendrían un papel testimonial de autodefensa, sin capacidad real de combate […] El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito anunciaba por radio la rendición. Días después tenía lugar la única capitulación militar de su historia. La política del general Douglas MacArthur, casualmente acorde con el anhelo de la población nipona, estaba dirigida a desmilitarizar, democratizar y rehabilitar Japón. (Cardona, 2018)
De igual forma, Japón para 1950 estaba en un momento en el que la economía capitalista se ponía en práctica de forma ejemplar al ser tropicalizada por la isla, que encontró la forma de que el Estado estuviera presente en el mercado, el extranjero, por otro lado, estaba más presente que nunca en su territorio, esta generación retratada por Ryu Murakami, es la generación que nace sin una perspectiva de futuro, un país que quizá se entregó de lleno al trabajo para olvidar un pasado de humillación, de olvidar una deuda que adquirieron con respecto a los países que ocuparon durante la guerra y de familias mutiladas de sus partes que debieron de sobrevivir muchas veces sin el hombre de la casa –se debe mencionar que la sociedad japonesa es una sociedad en el que el papel del varón es en muchos casos determinante para una mujer y una familia.
Japón es así un imperio derrotado que pasa a ser un Estado dependiente, laboratorio de experimentación del poder de la energía atómica, repleto de familias mutiladas de sus miembros y completamente abierto al mundo, es decir, vulnerable a este, de alguna forma Japón nació de nuevo desde el dolor.
Ryu Murakami es un escritor que le da una voz a los jóvenes huérfanos de la guerra, perdidos en la incertidumbre, un periodo sombrío para la isla que, debía abandonar su esplendor y tradiciones para integrarse de lleno en la modernidad, mercado y democracia, elementos extranjeros que si bien, culminaron con el periodo militar japonés y sus ambiciones expansionistas, socialmente significó un choque cultural y existencial que acarreó una serie de crisis sociales al destruir sus estructuras autóctonas y reemplazarlas por modelos exteriores, de alguna forma se vivió una etapa colonial de corto plazo, pero de efectos de largo plazo.
Secuelas psicológicas de la guerra a nivel cultural
La soledad, ansiedad y depresión son constantes en la vida estudiantil y laboral del japonés, las historias de personas que mueren en soledad y nadie se percata de su ausencia hasta que los procesos naturales del cuerpo que se pudre, son advertidos por los vecinos que dan el aviso a las autoridades son comunes, de igual forma, Aokigahara, el llamado bosque de los suicidios, es un templo natural dedicado a la enajenación del ser y a la falta de una cohesión social y emocional profunda que aísla al ser humano en sí mismo hasta hacerlo estallar en una violencia contra sí, efecto de un sistema que presiona más allá del límite: Lo cierto es que en Japón, el suicidio es la principal causa de muerte entre los hombres de entre 20 y 44 años, cifras que se dispararon con la crisis financiera de los años noventa (Gavaldà, 2020). Por otro lado, el espacio en sí, da muestra de lo estructurada que la sociedad japonesa es, teniendo incluso espacios destinados – implícitamente- al suicidio para no causarle problemas a nadie, es decir, hay una ordenación hasta para la muerte, y que además este espacio socialmente conocido y de alguna forma institucionalizado para el suicidio sea uno alejado de la demandante y bulliciosa vida urbana, en términos discursivos es interesante e importante, pues el lugar de aparición del ser justamente para el “dejar de ser” y desaparecer, tiene importancia fundamental al momento de pretender hacer una arqueología de las culturas.
Adentrarse en las entrañas de Aokigahara es penetrar en un océano verde de árboles, profundo y oscuro, al que algunos llaman Jukai, “mar de árboles”, donde es muy fácil perderse. Aquí resulta difícil orientarse ante la imposibilidad de utilizar brújulas, GPS o teléfonos móviles. El rastro que dejan las personas que deciden morir aquí se ve incluso antes de adentrarse en sus profundidades. Desde automóviles olvidados en el aparcamiento del parque a sogas que aún cuelgan de los árboles o frascos de pastillas junto a los cuerpos y esqueletos que quedaron allí y aún siguen vestidos con sus ropas. (Gavaldà, 2020)
La industria tecnológica y del entretenimiento creció y afloró en este país tras la segunda guerra mundial, siendo representante y pionero del desarrollo de videojuegos, software, mangas y anime, es decir, Japón encontró su catarsis en la creación y consumo de realidades virtuales e imaginarias que se desapegaban por completo de la realidad que los circundaba, o en otras palabras, se hicieron creadores de metarealidades que los ausentaban del trabajo demandante, de una soledad, pero también de una herida histórica.
Japón ha sido epicentro de conceptos culturales sumamente interesantes, el propio categórico de Hikikomori, que designa a una persona que por voluntad decide recluirse del mundo social y aislarse en su habitación, esto, en general, viene acompañado de un consumo excesivo de videojuegos o anime que abstraen al sujeto de la realidad, es decir, estas metarealidades pasan a constituir la realidad misma del sujeto que las consume, una realidad extirpada de lo social, diseñada precisamente para eso, para dar al sujeto entretenimiento, sin embargo, este entretenimiento en exceso resulta en algo nocivo.
Otro concepto es el de Karoshi, que significa muerte por exceso de trabajo, en general, Japón se caracteriza por ser una sociedad desarrollada, sin embargo, cabe hacer el cuestionamiento ¿Desarrollo a costo de qué? Su sistema educativo es de primer nivel, pero no es un secreto en el mundo el que Japón se caracterice por dar una carga de trabajo excesiva a sus estudiantes, y que Japón presione demasiado a estos por una frenética obsesión por “el futuro”, lo mismo se vive en la etapa laboral del sujeto, Japón es un país en donde es bien visto que alguien no duerma por el exceso de carga laboral, sin embargo, esta categoría de muerte se podría trazar bajo los preceptos de un “contrato social”, nuevamente implícito y es que el japonés no es por lo que dice, sino por lo que no dice y por eso que está implícito en las rutinas, es decir, en la cultura:
“El karoshi se trata de una decisión del trabajador, no es trabajo forzado, es un acuerdo al que el empleado llega con su jefe”, señaló el sociólogo Kinoshita Takeo, criticando cómo el hecho de trabajar hasta morir se ha normalizado profundamente en el imaginario de la sociedad japonesa. (Rincón, 2019)
La obsesión por el futuro y por hacer del sujeto, uno ejemplar para la sociedad parece una forma de pretender, de manera inconsciente, purgar sus culpas generacionales para con el pasado, sin embargo, esta constante actitud de enajenación ya sea a través del entretenimiento, ya sea a través del exceso de trabajo, es una enajenación que a su vez está institucionalizada, pareciera una forma de evadir una realidad delineada por este pasado que intentan redimir.
Japón no vive el presente, vive el futuro, a pesar de que el género artístico conocido como ciberpunk, no tiene su origen en Japón -un género que delinea a sociedades sumamente tecnificadas dominadas por corporativos (distopías)- lo cierto es que Japón se volvió el mayor representante de este género a través de su industria del entretenimiento y el lanzamiento de diversos animes, videojuegos o mangas de este mismo género, pero también a través de la extrapolación de estas formas de ciudades resplandecientes y tecnológicas que aparecen en los extravagantes diseños imaginarios, a la propia realidad del trazo y diseño urbano de sus grandes ciudades.
La guerra y la destrucción material de la isla, su posterior ocupación y su refundación parecen haber acabado con la temporalidad de Japón, un lugar en el que a pesar de hablar de futuro y de diseñar sus ciudades para anticiparse a este, dejan de vivir el único tiempo que importa, un lugar en el que sus ciudadanos rehúyen del presente y realizan por adelantado sus actividades, es decir, encuentran refugio ya sea en la inexistencia del futuro, o en la inexistencia de la metarealidad.
La redención silenciosa
El accidente nuclear de 2011, consecuencia del terremoto que azotó a Japón, la evacuación y abandono total de Fukushima y la carrera contra el tiempo que el gobierno japonés tiene por contener la radiación:
En solo tres años se quedarán sin espacio para almacenar el agua que recoge los peligrosos desechos radiactivos que dejó el accidente en la planta nuclear de Fukushima […] Esta agua contaminada luego se almacena en tanques gigantes, pero el gobierno de Japón afirma que en 2022 ya no tendrá donde contenerla. Durante años se ha discutido qué hacer con el agua, pero este miércoles una declaración del ministro de medio ambiente causó revuelo. (Serrano, 2019)
Quizá estos acontecimientos devolvieron a algunos japoneses al sentimiento de impotencia que provocó el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, pero a su vez, las plantas nucleares instaladas en esta región y las instaladas en otras más, dan prueba de que Japón, pretende entender eso que los destruyó. Como parte de este esfuerzo por entender a la energía nuclear tenemos también a las expresiones culturales que emanaron de la catástrofe atómica y que pueden bien ser interpretadas como la forma que tiene el ser humano para lidiar con los traumas y proyectarlos de una forma simbólica. La posibilidad de aniquilación instantánea que trae inscrita la bomba atómica como signo irremediable, causa en el ser humano un sentimiento contradictorio de terror absoluto y de fascinación, teniendo como último puerto el horror de las secuelas. Godzilla es quizá el símbolo más claro que Japón dio a luz como efecto cultural y traumático de Hiroshima y Nagasaki, pero también, el símbolo por excelencia de esta necesidad de entender, visualizar y estudiar algo que es en sí mismo aterrador y fascinante, algo que causa un shock tan abrumador que se hace imposible comprenderlo en términos formales y crudos.
Tensiones colectivas bastante más complejas se canalizaron ese mismo año (1954) en Japón bajo el terror del monstruo de Ishiro Honda, la película que vio nacer a Godzilla como encarnación literal de la bomba, ofreciendo a la población japonesa una singular terapia de choque para lidiar con su reciente trauma colectivo. (Costa, 2020)
La energía nuclear es otra de las apuestas modernas a futuro de Japón, pero así como el futuro demostró ser inestable, el sentimiento de terror nuclear dado su inicial desconocimiento, ha sido trasmutado a querer entender desde dentro a esa energía colosal que desprende el átomo, para así dejar de temerle; esta experimentación y conocimiento podrían entenderse como uno de los mecanismos sociales para superar el trauma que continúa vigente en su sociedad en forma de depresión, enajenación y soledad, claros signos de estrés postraumático, es decir, la superación del trauma a través de la racionalización de este.
Estudiar los efectos de la guerra no es limitar su entendimiento a datos y cifras, estudiar los efectos de la guerra es de igual forma estudiar los efectos humanos inmedibles e incalculables, es estudiar a las sociedades involucradas a largo plazo para entender, al menos de forma un poco más precisa, las verdaderas consecuencias que un proceso bélico tiene en el desarrollo de naciones y la forma en que evolucionan los traumas sociales heredados de generación en generación. La literatura es una herramienta de la que, los historiadores, internacionalistas, o cualquier otra ciencia humana o social, pueden hacer uso para el estudio y reconstrucción de los hechos, una reconstrucción con un enfoque más humano que aunque no destruya las barreras que existe entre estudioso y caso de estudio, puede bien reducirlas y crear una forma de aproximarse a los hechos históricos, conflictos y relaciones de poder, de manera más sensible y empática al vivir los hechos en primera persona (personal) y no en tercera (impersonal).
Japón es solo un caso particular, pero el estudio de lo humano en las guerras y las consecuencias a largo plazo después de terminada la guerra, es un análisis que se debe hacer en cualquier sociedad azotada por el conflicto, pues sus efectos y consecuencias no se limitan a la temporalidad del conflicto declarado, sino también a la temporalidad subsiguiente.
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